Me estoy volviendo de hierro, metal frío, /
bastarda consecuencia de la incoherencia /
entre el amor y la desolación. //
Me estoy volviendo ártico, /
yo creo que ni el silencio ni el hastío /
pueden ser fuerza menos fecunda /
que las manos flemáticas e impuras del militar/
en la oscuridad. / Me estoy volviendo seco /
demasiada vejez que entra en mi sangre /
y tú con los ojos serrados, ¡bárbaro inhumano! /
dejando que la herida se suture /
con astillas de vidrio y alcohol en su interior. /
El corte es perfecto /
y cruza todo mi cuerpo cual meridiano /
separando la eutimia de la esquizofrenia más particular /
que la naturaleza perfecta pudo haber creado. /
Me está viniendo la vejez /
acelerada como un tren que atropella sin culpas /
y tu sentado en una roca con un fusil /
entre tus piernas, militar, listo para matar. /
(Damián Ananda).
Visitar aquel monumento memorial es encontrarse con la historia que se encargo de ocupar el espacio de telón de fondo en nuestras aventuras de infancia, es entender la lágrima incrustada en el rostro de mi padre, de mi madre y la angustia que los movía que una motivación “pro- vida”. El paisaje hermoso y la voz alumbrada de los relatores de tanta tragedia, como un “cuenta cuentos”, pero de un cuento que seria bello si nadie lo hubiera escrito.
El parque es hermoso, lleno de símbolos y señales casi mágicas de una odisea por aquellos que en aquel entonces fuimos niños, viviendo una obra maestra del teatro más dramático y vergonzoso de la humanidad, en las tablas de un circo triste, pero hoy fecundo de esperanza y fe.
Una vez instalado en butaca preferencial me apresto a escuchar y ver el espectáculo y me vinculo de alguna forma con el alma de los que estuvieron allí torturadas, atropellados inhumanamente, y asiento con mi cabeza y mi corazón, aquella experiencia traumática, que habrá determinado a esos humanos, que nos hablan, a un modo particular de relacionarse con los pares, quizá determinado por el daño provocado por el hecho traumático que se instala en el Yo.
Pienso, además, que la cultura, como estructura social, ha sido teñida de negro y grises por la cruda guerras psicológica y el atropello a los derechos humanos, sufre también un cambio, se produce un quiebre en el desarrollo y evolución normal de ella. La cuestión es que existe una identidad común que responde a ciertos rasgos de pertenencia a un grupo que también cambia gracias a la matriz social que instala la dictadura, como institución represiva y de poder absoluto, los civiles humanos se fueron reprimiendo, conformando, fueron intimidados, pacificados, y fueron agachando la cabeza, como caminando al final, al emperador de la destrucción.
Y se hace natural ser el enemigo, el bandido, el extremista, el paria, el delincuente, el marginal llenando los ojos de tanta impotencia frente a la maquina, al aparato destructor de sueños, de vida, y pensando en esos sueños ¿qué vamos a legar a nuestros hijos después del caos? Se habrán preguntado alguna vez los que fueron padres y los que estaban por ser, los que fueron hermanos, los que fueron hijos, todos como gremios de una misma causa, libertad.
Como reaccionar ante tacaña forma de imponer un discurso maligno, ya desgastado y tétrico, casi satánico, que se regenera a través de todo, de las tv noticias, del periódico, casi como un anuncio publicitario que angustia, que dice de la muerte de un hijo, de un amigo, de un compañero que fue “justamente asesinado” por que intento alterar el nuevo orden social, porque esquivó una bala caprichosa, un puño armado.
Como pensar esa lucha campal de irracionalidades, por una parte los que irracionalmente guardaban esperanza y por otra los que irracionalmente torturaban sistemáticamente, violentamente, tristemente. Donde guardarían la paz los deudos si el dolor se hacia crónico y el duelo un impensado consuelo.
Y los que estaban bajo el fusil, amarrados, infectados de amargura y angustia. Detenidos sin rostro, sin nombre, sin familia, solo por destruir, solo por desarmar a los ya desarmados, para provocar terror y ganar una guerra cobarde, para generar desconfianza en quien camina bajo la mira de una lupa omnipresente, para que no salieran de sus casas, para que castigaran y se avergonzaran del hijo que protestaba por dignidad y sus derechos humanos, simplemente porque eran humanos, para que no lo dejaran salir a la calle, porque podría ser esa la última vez.
El miedo era lo cotidiano, el aire que se respiraba, el smog del año 73 y que trasciende hasta la actual democracia desabrida y pálida del Chile de Bachelet y compañía limitada.
Habrá sido mejor hacerse el muerto y dejar que pasaran por sobre sus cabezas como una inefable táctica de sobrevivencia contra la posibilidad de ser aniquilado.
El miedo buscaba todos los rincones para manifestarse, para hacerse presente penetrando en la conciencia de cada humano hermano como omnipotencia psíquica que les hiciera sentir vulnerables, perseguido, débiles, tan identificados por el opresor que la privacidad podría haber parecido un lujo muy costoso de pagar, incluso con la vida, con la propia o la de un cercano.
Había que callar, serrar los ojos y no ver nada, no oír nada, marginarse dentro de un metro cuadrado herméticamente, sentirse culpables y vivir como si nada pasara
Y qué queda de todo eso ahora, un sentido paupérrimo de justicia, una intención de olvido. La memoria que guarda los recuerdos de aquellos acontecimientos traumáticos del pasado, cobran solo una interpretación en el hoy, de acuerdo a las contingencias políticas, sociales, económicas y de las presentes cogniciones que cada sujeto a hecho. Esta contingencia también tiene una interpretación para las consecuencias pos dictadura, no se cuestiona por que aquellos, que bajo la sombra “pinochetista”, fueron jóvenes luchadores hoy son adultos reprimidos que acatan con pasividad las normas e imposiciones de quienes detentan el poder en “democracia” desde su cama, mirando el televisor, viendo como la vida se les va, trabajando y trabajando y llegar a ancianos tranquilos pensando en que no hay nada más que hacer, esto es lo que ha permitido la concertación en 15 años, la dinámica del olvido para perdonar y no de la justicia real para reconciliarnos con nuestro espíritu llenándonos con símbolos de paz y libertad transada en el libre mercado y no en tribunales de justicia. En todo olvidar y perdonar no hay perdón, sin justicia, no hay paz.
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